Monday, July 11, 2011

Pedro el duende que vareaba a la orilla del rio.

Pedro el duende que vareaba a la orilla del rio. 

Cuenta una vieja leyenda, que a la orilla del rio, a un lado del vado que se nacía al terminar el nuevo puente, vivía un pequeño duende  de puntiagudas orejas, manos y pies grandes.
En el pueblo lo bautizaron con el nombre de Pedro, porque según las beatas del lugar, el duende era idéntico al constructor del pueblo y que desgraciadamente  había muerto arrastrado por la crecida del rio.
 Todos decían que el arquitecto se negaba a creer que estaba  muerto y había reencarnado en este misterioso ser que lejos de estar verde, tenía el color del sol cuando empieza a declinar el día.
Pues Pedro era un duende muy bromista y muy burlón y gozaba asustando a los niños del pueblo.
Y los niños del pueblo se morían de la rabia cada que vez que caían en las bromas del duende. Se enfadaban porque eran las mismas bromas siempre, y no aprendían.
Muy de mañana, Pedro se escondía detrás de los pilares de madera que sostenían el puente, y ahí pasaba las esperando a que pasarán los niños, asomaba su cuerpo. Pedro saltaba hacia el frente el pilar, al tiempo que hacía un extraño ruido y movía con frenesí las manos, como si fueran orejas de elefante y enseñaba la enorme lengua que tenía. Todos se preguntaban  cómo era posible que aquel ser minúsculo tuviera una lengua tan grande. De qué manera se le acomodaba en la boca.
Siempre era la misma broma, saltando detrás de distintos pilares de madera.
Pero un día Pedro se dio cuenta que ya estaba aburrido de lo mismo, siempre las mismas bromas,  los mismos niños, el mismo paisaje. Ya se estaba harto de estar solo y de hablar solo. Es más, ya ni las ranas le hacían compañía, pasaban croando y le saludaban con un imperceptible movimiento de cabeza, Pedro pensaba  que las ranas eran unas  mal educadas. Porque  a dónde habían quedado todas noches que habían convivido juntos, a la luz tenue de la luna, o aquellas otras madrugadas, metiendo los pies en los charcos de agua, escuchando como tronaba la lluvia al caer. Y todo para quedar en un imperceptible saludo con la cabeza. ¡Era el colmo!
Y qué decir de los grillos, que últimamente se habían tomado unas vacaciones y brillaban por su ausencia. Estaba harto de escuchar las mismas quejas de la corriente, siempre quejándose de todo y peleando con las ramas de los sauces que bajaban hasta el agua para besarlo. Estaba harto de los besos húmedos de los sauces, en su pensamiento los mandaba a besar a su abuela, aunque claro estaba que los sauces no tenían abuela,  era la manera que Pedro tenía de descargar su coraje.
¿No decían por ahí que seres mitológicos y mágicos habitaban la tierra? ¿Pedro quería saber en dónde condenados estaban esos seres mágicos ¿En dónde vivían las hadas de colores que solía amenizar los amaneceres?
Una noche, más solo que la luna ,  Pedro estaba sentado sobre una piedra, jugaban a lanzar piedras en el rio, escuchar el sonido que producían las piedras sobre el agua; de pronto empezó a sentirse extraño.  Parecía que una corriente eléctrica jugaba sobre su piel. Pedro se sorprendió porque nunca había sentido cosa similar. Se quedó inmóvil sintiendo como la piel se le ponía de tonos, esperanzada. Una luciérnaga salió de entre los quelites y se acercó a él. Pedro no la miró pero la sintió, siguió inmóvil esperando la primera palabra. La luciérnaga empezó a aletear más rápido y empezó a brillar con más intensidad. Tanto que logró que, entre el agua del rio se abriera un paso. Entra, le dijo la luciérnaga a Pedro, entra y no vuelvas la vista atrás porque entonces el camino se cerrará y puedes morir ahogado. A pedro le fastidió que la luciérnaga le diera órdenes pero a pesar de ello,  siguió sus indicaciones…bajó hasta el lecho del rio y encontró el camino que se abría entre las aguas. Empezó a caminar, con mucho cuidado tratando de no volver la vista hacia atrás. Y conforme iba avanzando el agua se iba cerrando a su espalda. Cuando cruzó todo el rio, Pedro pensó:- que  raro, si voy a cruzar el rio, pues uso el puente. No tengo que esperar a ninguna luciérnaga para que me abra paso.
Cuando llegó al final del camino, una puerta de hierro se abrió de par en par y mostró la continuación del camino, muchas flores bordeaban el camino y lo llevaban de olores. Pedro se dio cuenta que ese lugar no estaba del otro lado del puente, porque del otro lado del puente no había más que tierra arenosa y algunos pantanos en decadencia. Este era un lugar diferente y de pronto cayó en cuenta de que era de día, ahí era de día. Pero no se veía por ninguna parte al sol.
No supo que tanto tiempo duró caminando hasta que se tropezó con un anciano que usaba un cayado para sostenerse y llevaba un azadón apoyado en el hombro. Hola Pedro, le saludó el hombre, a lo que Pedro le respondió, cómo está don Evaristo. Aquí hijo haciéndome más viejo cada día, le respondió el hombre.
De pronto Pedro se dio cuenta que estaba hablando con el duende como si en verdad lo conociera, hasta le llamó por su nombre y Pedro estaba seguro de que jamás en su vida lo había visto. ¡Nos conocemos? Le preguntó a don Evaristo. El duende le respondió, ¡claro que nos conocemos! Qué extraña pregunta me haces, Pedro.
Pedro estaba pasmado de que el hombre fuera conocido suyo y que en sí, pudieran sostener una charla, cuando según Pedro, en su vida jamás lo había visto. Pero más sorprendido quedó cuando al final del camino apareció el pueblo, lo que veía frente suyo lo dejo perplejo, volando entre las flores una decena de hadas con alas de colores , almacenaban miel en unas vasijas de barro, los duendes araban  la tierra y entonaban suaves canciones que Pedro reconoció de inmediato. Era su casa, aquella marejada de viviendas entre los girasoles que abiertos de par en par se bebían la luz.
Pero aunque era de día el sol no aparecía por ninguna parte. No era como el sol que todas las mañanas lo despertaba, metiéndose entre las raíces del árbol donde vivía. El sonido que escuchaba se parecía mucho al de los insectos entre los matojos verdes que crecían a las orillas del rio, y la recolecta de miel sonaba parecido al sonido que emitía el agua cuando rozaba las piedras. Qué extraña sensación inundaba los sentimientos de Pedro que sabiendo a ciencia cierta que nunca había estado en ese lugar pero le parecía tan conocido.
-¡Pedro, has regresado!- gritaron las hagas cuando se percataron de su presencia. Pedro sonrió tímido, cosa rara porque no era nada tímido. Pero lo que pasaba es que Pedro reconocía cada rostro, sin recordar los nombres de todas las hadas. Ellas volaban hasta él y lo abrazaban y lo besaban, y Pedro sentía que los colores le cubrían el rostro.
- sabíamos que necesitabas regresar- le dijeron- pero no hallábamos como traerte. Cuando te escapaste aquella noche, ¿recuerdas? Después de terminar el domo de la aldea.
- ¿domo? – preguntó Pedro
- claro! El domo que está encima de nosotros, tú lo diseñaste y lo hiciste realidad, el sol nunca se pone , ni se duerme. Pero todo es gracias a tu domo. Pero un día dijiste que estabas harto de tanta luz, agarraste tus bultos y marchaste. Y ya sabes que cruzando la puerta se van los recuerdos. Ahora no recuerdas, pero pronto lo harás.
- Por qué me dejaron solo?
- nosotros no te dejamos solo, tú te marchaste. Y Clara dijo que era justo. Que ya habías hecho mucho por la aldea, que ahora necesitabas hacer cosas para ti. ¿Qué cosas hiciste Pedro?
- ¿Qué cosas? Pues que recuerde, charlaba con las ranas y con los grillos, los niños del pueblo me tenían miedo y a mi, me encantaba saberlo. Pero hacer, hacer…creo que no hice nada.
- vaya!! Solo saliste a perder el tiempo. Pues aquí tienes mucho que hacer.
Pedro se sentía asombrado, no recordaba nada, ni siquiera imaginaba como pude construir un domo que reflejara siempre la luz
-¿cómo puede construir el domo?
- Lo construiste con risas y bromas…todas tuyas. Y cuando te marchaste todos extrañamos el sonido de tu risa…¡que bueno que regresaste!

Clara salió a su encuentro y lo abrazó con mucha fuerza.
-       Bienvenido- le dijo- ya era tiempo.
-       Si ya es tiempo de estar.