Wednesday, February 16, 2005

mi abuela Tencha

Ah, las uvas me trajeron el claro recuerdo de aquel jardín en medio del patio de la casa, el viñedo del otro lado de la noria, alejado de las tapias, “las tapias” es el corral donde se encuentran los gallineros , las porquerizas y unos establos abandonados llenos de paja y de hojas secas. Mi abuela me decía:
- este pedazo de tierra será para siempre, solo tuyo y mío. En él, plantaremos estas semillitas, y al paso del tiempo crecerán unas plantitas, crecerán y crecerán hasta que estén más altas que tú. Luego vendrán las uvas, las uvas son un manjar- moviendo la tierra con una palita, ella hablaba mirándome a medias-, en este pueblo no hay majares, solo el pan de maíz, los mejillones de manzanas, se me olvidaban los camotes al horno con piloncillo, o los elotes asados en sus propias hojas, tal vez la carne en sal puesta al sol hasta que se seca. ¡ Bah! Ahora que lo pienso si tenemos manjares, pero ninguno como las uvas. Vas a ver, mi’ja como será el asombro de todos en este pueblo, porque no es clima, ni es suelo para que se den las uvas, porque el sol a veces es callado y se nos niega, porque a veces esta enfadado y nos arrecia, pero con tu ayuda mi reina preciosa, haremos que este jardín lleno de geranios, de girasoles, hueles de noches, de baños de rocío, flores de sol, la flores silvestre, alfombrillas, violetas y crisantemos, sean el marco perfecto para nuestro recién iniciado viñedo. Vas a ver como se verá imponente, con sus racimos de uvas, llenos de gotas al aire.

Y el viñedo creció, y las personas del pueblo se acercaban a ver caer los racimos de uvas, mi abuela Tencha, que en realidad era mi bisabuela, sentía un secreto gozo, cuando miraba a los amigos acercarse a la ventana de la cocina y mirar hacia el jardín.
Que mujer tan bella era mi abuelita Tencha, una cara preciosa de tez blanca, ojos dulces y mirada a medio sonreír, sus labios delgados en una sonrisa deslavada, Delgada y alta, siempre vestida de colores sobrios y vestidos a medio chamorro, delantales de colores y pelo largo trenzado en una corona sobre la cabeza. Muy trabajadora, limpia y serena, mujer viuda y solitaria a cargo de una suegra hosca, malhumorada y sin brillo, mi abuela , bueno la verdad es que era mi tatarabuela “mamacita” simulaba un cuervo, trepado en lo alto de la casa, solo mirando y graznando.
Esa señora era mi tatarabuela, más oscura que la noche, más pesada que la niebla, tronaba al hablar y mi bisabuela Tencha solo le sonreía y la acompañaba, no la dejaba sola nunca, a pesar de los tronidos, del amargo tono de sus voz.
Un día, a mis seis años, le miré sacando de la estufa de leña un pastel enorme de maíz, y primera vez, me dirigió la palabra:
-eh, tu niña, lleva este pastel a la casa de doña Eva Orozco y no te tardes en regresar.
NO recuerdo ninguna otra ocasión en que me volviera a hablar, hasta después de mis once años cuando me dijo:
-eh, tu niña, ¿de quién es ese perro que no me deja pasar al baño?
.
Pero mi abue Tencha era todo lo contrario, parecía un ángel caído del cielo. Al andar parecía ir flotando, su luz irradiaba cálida y discreta, todo en ella estaba lleno de discreción y mesura, no hablaba más que lo necesario, siempre cocinando o en la jardín, o llevándole comida a los pollos, cariñosa con los puercos y diciéndoles palabras tiernas a las gallinas. Hasta en su manera de cacarearles se notaba tal dulzura que me era imposible dejar de verla y de oírla. Era la abuela de mi madre, y no me tocó oírles charlas que no fueran de comida, de cambios de camas, de los chismes del pueblo. Poca charla para tanto tiempo, puras hembras en ese núcleo, cocinaban, limpiaban, preparaban envasados en silencio, solo el canto del silencio y el tronar de los leños en la estufa, el ritmo de la lluvia azotando los cristales de la ventana, cayendo en el techo de la casa, o el rumor del aire entre árboles pelones llenos de nieve, blanca y fría.
Cuando nevaba, mi abuela, tomaba del jardín la nieve y con gotas de limón o de vainilla, nos preparaba helados, cosa imposible de hacer hoy en día. Me cocinaba galletas de avena y las decoraba con ojos y boca, a mi me daba tristeza comérmelas, porque eran muy bonitas, sin embargo eran deliciosas.
Solía sentarme en una silla, mirándola cocinar, movía los labios sin emitir sonidos, en la pieza solo ella y yo, después, no sé de donde, alguien le regaló un radio de bulbos, pesado, negro. En la ciudad, nosotros teníamos uno, que solo sabia música de Javier Solís y el concurso del marranito del café combate ; en la casa del pueblo ese radio parecía ser objeto de riqueza, no todos podían comprar uno, mucho menos tenerlo en casa, primero, porque no había luz eléctrica, después porque era un lujo, pero en la casa de Tencha si había luz. Porque ellos habían sido ricos, porque habían sido rancheros adinerados y podían darse ese lujo, ahora buscaban compradores y se sostenían de poco a poco con el dinero de las siembras y la cosecha de manzanas. Los tiempos adinerados habían pasado pero quedaron huellas, la luz, la casa, las cosechas, los quinqués olvidados en los rincones oscuros, las fotografías amarillas metidas en baúles forrados de piel de carnero, los recuerdos.
Recordar a mi bisabuela Tencha es escuchar de nuevo sus pasos menudos, casi dibujados en el piso de madera, es verla pasar ligera, atenta y despistada al mismo tiempo, como si no fuera de este mundo, como algo prestado en el tiempo, sigilosa, casi sublime, de tan espiritual que se miraba.
Por las noches, me tocó oírla llorar, sé que algo la atormenta y la hace sufrir, debe ser la soledad o el cuervo de su suegra que nada mas le grazna con su voz de hombre.
Un día, sentadas en la resolana, tomando el calorcito, le dije, casi imperceptible y con un desprecio imposible de creer que una niña sienta:
- como es fea mamacita, con esos vestidos viejos y negros parece un fantasma…yo no la quiero nadita…
Tencha me tomó la mano y me dijo:
- siempre hay que intentar quererla, no importa como sea, no importa si es gruñona, o si se la pasa enojada, no importa si no sonríe o no te da los buenos días, de todos modos intenta quererla porque es tu abuela, tu sangre y no hay nada en este mundo que pese más que la sangre.


Tengo cinco abuelas, tres por parte de mi madre, dos por parte de mi padre. Y solo dos son ancianas: mamacita y mi abue Celia, una ciega por enfermedad y otra ciega por amargura, una sentada en el techo de la casa y otra picoteando en el jardín y las dos me parecen dos cuervos.
Solo tengo seis años, pero logro distinguir la calidez y el escrutinio del que no puede ser convencido.
Mis dos ancianas abuelas, una tatarabuela y la otra bisabuela, son así, amargosas por el tiempo, la viudez, la soledad, el sentirse que han callado tanto tiempo y que ya no pueden pedir algo porque no son escuchadas.
Fueron mujeres de tiempo, de carácter, de temperamento, de no haber sido así, no hubieran sobrevivido.
Su vida fue difícil, vivieron revoluciones, hambres, fríos. La guerra les arrebató parte de su familia. Y ellas, metidas en el papel que les mostraron por siempre, se encargaron de crear una familia nueva, llena de hijos, de nueras, yernos, de nietos y ahora ancianas, sienten que en todas partes estorban, las tienen por pena. Aunque no sea de esta manera, así se sienten. Ahora lo comprendo, pero a mis seis años solo sentía que ellas me odiaban.
Una de ellas me decía que le recordaba a su raza, pero me mandaba a comprar cigarros “Faros”, la otra jamás me hablaba, y hace como que no estoy, que no existo, por parte de ella , no merezco ni cariño ni blasfemia…
Mis abuelas, las conocí a las cinco, todas ellas diferentes mujeres de tiempo, con el látigo en una mano y el sartén en la otra. Siempre cargando el cesto de ropa para lavar en el río, inclinadas, envejecidas, pesarosas, limpiando el sudor de la frente con las muñecas de las manos, charlando con las demás mujeres, puliendo piedras…con las enaguas mojadas y hasta las rodillas.
En los días de faena de las lavanderas, los linderos del arroyo son prohibidos para los hombres. Ningún hombre, solo los chiquillos moquientos jugando en el arroyo, y el rumor de las platicas de las señoras que inclinadas dejan en el río y en el jabonar de las ropas, todos los días de su vida. Con las manos llenas de lejía, sonriendo y llorando así son la mujeres de mi familia.
Sin salir el sol…. camino abajo, siguiendo el rumor del agua y al paso de las sombras , una , otra y otra en desbandada a lavar, antes de que queme el sol, antes de que el amanecer muestre la luz de una cocina casi vacía, con las ollas de atole rebosante, tortillas calientitas, el olor del pan recién horneado, huevos revueltos en machaca , con carne seca echa pedacitos, con tomate, cebolla y chile jalapeño, el olor inundando las pequeñas casas, y las mujeres inclinadas sobre las piedras, lavando, apuradas para terminar antes de que salga el sol…la primera tanda de ropa, luego el regresar a la cocina, el marido que listo espera sentado en la cabecera de la mesa, muy serio, muy sereno, con el ceño fruncido por la espera, y la mujer limpiándose los pies llenos de lodo..un buenos días a medio pronunciar…luego el sonido de los cubiertos, nada más …ningún otro sonido más que el silencio. Un silencio que es un tercer familiar en esa mesa, uno que no come sin que embute de un dos por dos todos los afectos.
Que calladas y silenciosas son las abuelas de mi familia, pero han quedado viudas, han quedado solas, y entonces el temple se descubre, la bondad se planta en los rostros, unas se avejentan, otras se enardecen, levantan pasos, de despercuden, se avivan ..Otras quedan en pastas como nubes oscuras.
Mis abuelas, son cinco y las conocí a todas, solo dos son ancianas, solo dos son lavanderas, las otras o son ciegas, o son reinas o son amargas…que diferentes son las abuelas de mi familia, mujeres de temple, de clase, de sueño perdidos debajo de los camas.
Tengo cinco abuelas, dos por padre y tres por madre y por Dios que las conocí a todas.
,